El contorno perfecto, la forma eterna de la cabeza redonda emergió, todavía brillante de humedad, y Emerald no pudo quitarle la vista de encima. Luego, salió el resto del cuerpo duro, sedoso, cilíndrico.
Ese día, él estaba muy juguetón y se deslizaba arriba y abajo con algún que otro impulso hacia atrás, desafiando la gravedad. Se acercó hasta quedar casi pegado a ella y rogó, provocó, tentó, invitándola a compartir la cabalgata de su vida.
Emerald no pudo resistir la tentación de tocarlo otro momento. Cuando extendió la mano y dejó resbalar con suavidad los dedos sobre la piel reluciente más abajo de la cabeza, él le salpicó la cara por sorpresa. Ella sorbió con deleite el sabor tibio y salado que le era tan conocido. Sujetándolo todavía con una mano, se alzó las enaguas y levantó su cuerpo para quedar a horcajadas sobre él con sus piernas desnudas.
Ya habían gozado muchas veces de este juego; él sabía bien qué tenía que hacer. Inmediatamente rodó con ella, que quedó debajo de él, y luego volvieron a rodar. Él esperó a que ella aspirase una honda bocanada de aire y luego, con un fuerte impulso, se sumergió en las oscuras y húmedas profundidades.
A duras penas, Emerald pudo sostenerse sobre el lomo del delfín que se zambulló en el fondo del profundo estanque de la caverna jugando y retozando, como lo habían hecho desde el mismo día en que se descubrieron mutuamente.
Revancha de Amor
Virginia Henley